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La vida secreta del inspector de aves de corral


Recuerdo con precisión la mágica noche en la que me entregaron las Obras Completas de Borges. Un libro con hojas sueltas, de bordes harapientos, la tapa sucia y una esquina mellada. Vista la superficie, era razonable pensar que el interior estaría plagado de tachaduras, subrayados o notas al borde. Pero no, estaba limpio. Era como si hubiera sido objeto de respeto y adoración. Tal vez, por ello mismo, con signos inevitables de las numerosas manos por las que había pasado hasta llegar a las mías.
El grupo del cual formaba parte, integrado por jóvenes voluntariamente ajenos al streaming comunista, se reunía en una casa ubicada detrás del Palacio de la Revolución para escuchar el recién adquirido Carmina Burana. La anfitriona, que oficiaba de coordinadora natural, era hija de dos altos cargos de la nomenklatura cubana. De una belleza extraordinaria y nominada con el aséptico María, se había cortado el pelo al ras para dejar al aire y sin estorbos la armonía de su rostro y la perfección de su cráneo. Ella era parte del gozo estético, una obra de arte de carne y hueso.
Antes de que nos acomodáramos para escuchar el disco en silencio y despues de una larga espera, el que me precedía en la cola de lectura me hizo entrega de la preciada prenda, no sin antes enumerar con aire ceremonioso tres condiciones: primero, había que tratarlo con respeto y no marcarlo, ni siquiera doblar sus esquinas, puesto que había una larga lista de interesados; segundo, era obligatorio entregarlo al siguiente en el plazo exacto de dos meses; y tercero, al ser un libro prohibido, no tenía que hacer ostentación de su lectura, ni mencionarlo a nadie que no estuviera en nuestro iconoclasta grupo.
Aunque las horas transcurrieron amables, el objeto me quemaba entre las manos. Apuré la salida y fui casi en un vuelo a mi “beca” y empecé a leerlo, nada más llegar. Durante todo el tiempo que duró mi viaje por los universos de Borges me transformé en otra persona, casi en eremita. Incluso mi rendimiento académico bajó un poco y dejé de ir al cine, al ballet, al teatro o a conciertos, lo cual era una herejía considerando que en esos años dorados solo costaban un peso cubano.
Así fue como mezclé los conceptos de la planificación de la economía nacional con laberintos y trogloditas; en los pegajosos viajes en guagua también abominé de los reflejos que multiplicaban a los hombres; cuando en el comedor vi a la mujer que me odiaba, me reí disimuladamente al recordar que ante la insondable divinidad, mal que le pesara, ambas seríamos la misma persona; en un afán memorioso y para demostrarme a mí misma que sí podía, intenté aprenderme la primera página de cada uno de los cuentos de la Historia Universal de la Infamia; gocé con la guillotina de los nobles dedos de Carriego y soñé que, en vez de en un escalón, un piso más abajo que el mío, en el 19, se encontraba el multum in parvo
Aunque lo disfrutaba, era un secreto demasiado pesado para mí. Necesitaba comentarlo con alguien. Pensé que debía compartirlo, pero ¿a quién? Muy pronto había descubierto que los tentáculos de las juventudes comunistas dominaban las artes del disfraz con el fin de conocer tus ideas y acciones y, aunque en todos esos años había aprendido a desvelarlos a la primera, todavía no me fiaba de mi dotes deductivas. Entonces, se me ocurrió que tal vez debería sondear a un chico uruguayo estudiante de letras, así no estaría tan sola en esta trama secreta y, al menos, podríamos hablar sobre el libro.
Entré en el cuarto compartido con cinco cubanos y cuando ya estaba a punto de retirarme  porque no estaba solo, ellos se marcharon, favoreciendo mi objetivo. Me invitó a un té y comenzamos a hablar de lo que él estaba leyendo. Después de tanta basura (dixit) se había decantado por los clásicos, Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Victor Hugo, Copperfield… Eso me daba pie para hablar de Borges. Cuando se lo mencioné, empezó a “ilustrarme” sobre la penosa vida del que llamaba el “gran maestro”, al que los peronistas habían rebajado a nombrarlo “inspector de aves de corral” en un mercado, pero que al no aceptar tal afrenta, la literatura había ganado puesto que empezó a dar conferencias y a viajar por todo el mundo. Me había puesto la diana de frente y solté todas mis flechas. Le dije que era una pena que, como Kundera, estuviera prohibido en Cuba por haber apoyado la dictadura argentina.
Él se levantó y, con la traquilidad que lo caracterizaba, cogió de su estantería entre cinco iguales un libro azul brillante, muy nuevo e impoluto y me lo puso a veinte centímetros de mi cara: las Páginas Escogidas de Borges publicadas por Casa de las Américas. Llévatelo, si quieres, añadió para rematar la faena, por eso compré cinco, porque como sabes, en Cuba las ediciones son muy austeras y desaparecen rápido. Y, a decir verdad, estaba pensando en ti.
En el ascensor comencé a hojearlo y descubrí con sorpresa que no sólo habían osado publicarlo, sino que, además, tenía un elogioso prólogo. Me sentí vacía, con la desilusión de quien ha resuelto lo insondable y ya su vida no tiene sentido. ¿Cómo se lo entregaría al siguiente de la lista? ¿Le contaría la verdad?
Empecé a pensar si debía concederle un punto a Fernández Retamar, director de la famosa institución y prologuista, por haber conseguido driblar la censura o si, más bien, darle una oportunidad al misterio, al gozo de la letra viva, a la metaliteratura que escribiríamos algún día.
Me decanté porque siguiera siendo un hermoso objeto del deseo, finalmente, las selecciones de otros también son una suerte de anatema.

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